CE&I – Capitalismo, empresa e individuo. Miguel A. Pero – Noviembre 2017

CE&I – Capitalismo, empresa e individuo.

Miguel A. Pero – Noviembre 2017

  1. REFORMAR EL ESTADO.

Una nueva concepción del Estado.

La concepción del Estado ha cambiado. Antaño suministrador de empleo a través de la función pública y productor de bienes y servicios a través de las empresas públicas, el Estado moderno fija hoy las reglas del juego e interviene para paliar los fallos del mercado y no para sustituirlo. De mediocre gestor de empresas, pasa a ser regulador [185]. Y lo hace, responsablemente, allí donde los mercados fallan, para crear una auténtica igualdad de oportunidades, una competencia sana, un sistema financiero que no dependa de los rescates con dinero público, la rendición de cuentas de los actores económicos frente al medioambiente, la solidaridad en la cobertura sanitaria, la protección de los asalariados poco informados (seguridad en el trabajo, derecho a una formación de calidad), etcétera. Funciona raudo y reacciona.

Esta transición requiere, sin embargo, una vuelta a los fundamentos (¿para qué sirve el Estado?) y un cambio de mentalidades. Los funcionarios ya no deben estar «al servicio del Estado» [186] —una desgraciada expresión que pierde totalmente de vista el objetivo de la cosa pública—, sino «al servicio del ciudadano». Los países en los que el Estado se sigue considerando como proveedor de empleos y productor de bienes y servicios deben evolucionar hacia el modelo de Estado árbitro [187]. El Estado moderno debe contar con los medios financieros necesarios para que sobreviva el sistema social al que tanto aprecio tienen nuestros conciudadanos. En esto, Francia podría inspirarse en otros países igual de apegados a su sistema social, pero que han comprendido que su supervivencia pasaba por una gestión rigurosa de las finanzas públicas [188].

El aumento del gasto público no es inevitable: Suecia bajó su gasto público en un 10 por ciento del PIB de 1991 a 1997; gracias a los contratos privados, disminuyó el número de funcionarios de 400.000 a 250.000 en la década de 1990; conservó unos centenares de funcionarios en los ministerios, encargados de elaborar la estrategia, del arbitraje de las decisiones presupuestarias y de la organización de los debates, y ha delegado todo lo operativo a un centenar de agencias especializadas e independientes a la hora de contratar y remunerar; ha sabido racionalizar los servicios.

Alemania, Holanda, los países escandinavos y Canadá son países de tradición socialdemócrata que han mantenido un servicio público y una protección social elevados. Han ganado la apuesta de disminuir el gasto manteniendo los servicios. Han logrado hacer las reformas a través de un único paquete.

Una reforma global ofrece una vista de conjunto sobre una tarta mayor y ayuda a los perdedores.

La función pública.

En primer lugar, hay que limitar el número de funcionarios, como han hecho esos países, tanto por razones de prudencia, sobre las que volveré más adelante, como porque la informática reduce automáticamente la necesidad de funcionarios.

En primer lugar, crear empleo en la función pública no es crear empleo: de un modo u otro habrá que pagar el aumento de impuestos necesario para financiar dicho empleo. Si, por ejemplo, se aumentan las cotizaciones sociales o la contribución territorial, los bienes y servicios producidos por el sector privado costarán más caros y las empresas privadas, al perder en competitividad, contratarán menos. La única justificación posible para aumentar el empleo público es, pues, una prestación de servicio público de calidad, única vara con la que se debe medir toda creación de empleo público.

La segunda puntualización es que esos empleos deberían ser contratados. Una comunidad territorial que emplea hoy a un funcionario bloquea durante cuarenta años la posibilidad de emplear de los futuros responsables políticos; no aumenta los impuestos durante un año, sino durante cuarenta. Además, en esta aurora de la revolución digital que va a revolucionar los empleos y a hacer que muchos de ellos queden obsoletos, aumentar los funcionarios es una política arriesgada…

Gastar menos y mejor.

Dejando a un lado el tema de la contratación, hay numerosas pistas para ahorrar vinculadas con las duplicaciones. Pensemos, por ejemplo, en la superposición de instancias a nivel territorial con su plétora de ayuntamientos (Francia tiene un 40 por ciento de colectividades territoriales para un 13 por ciento de la población europea) y sus múltiples niveles de decisión (todos los análisis están de acuerdo en que la división por departamentos es un escalón que sobra), en las numerosas cajas sociales o en la multiplicidad de regímenes de jubilación (¡37!). Incluso la representación parlamentaria es excesiva. Observemos, por ejemplo, que el Senado estadounidense, muy activo, cuenta con 100 senadores, mientras que el francés, un país casi cinco veces menos poblado, tiene 348 (y 577 diputados); en total, hay casi diez veces menos parlamentarios por habitante en Estados Unidos que en Francia [190]. Yo preferiría que los parlamentarios franceses fueran menos numerosos y que contaran con una plantilla más amplia de asistentes parlamentarios expertos en cuestiones técnicas. Una auténtica reforma de la representación parlamentaria en Francia supondría, aún más que un ahorro para las arcas públicas, un ejemplo que contribuiría a legitimar el esfuerzo que se pide al resto de la esfera pública.

En un sentido más general, la búsqueda de posibles ahorros podría hacerse siguiendo la metodología de Canadá. Para cada programa, los canadienses plantean las preguntas pertinentes: ¿responde al interés público? En caso afirmativo, ¿podría realizarlo otra rama del sector público o el sector privado? ¿Su coste es asumible y hay alternativas? Sin tener en cuenta a ninguna vaca sagrada, sino mediante un diálogo y con una pedagogía constantes. Unas sencillas reflexiones de este tipo pueden llevar a soluciones originales. Por ejemplo, en Canadá, las colectividades territoriales, en lugar de externalizar algunos servicios públicos, han animado y ayudado a sus agentes a crear su propia empresa de suministro delegado de esos servicios. Sería bueno también comparar la eficacia del servicio público francés con las mejores prácticas internacionales y entender las causas de sus diferencias.

Estos principios permitirían mejorar la eficacia del servicio público y evitarían hacer recortes uniformes, poco deseables, pues afectan tanto a lo que es indispensable como a lo que lo es menos, a lo que funciona como a lo que no funciona. En Canadá, cuando el Estado federal reorganizó sus finanzas públicas, que redujo en un 19 por ciento entre 1993 y 1997, se tocaron poco los programas sociales (sanidad, justicia, vivienda, inmigración), pero, sin embargo, las subvenciones a las empresas disminuyeron en un 60 por ciento y el presupuesto del Ministerio de Industria y Transportes se redujo a la mitad. Las grandes reformas del Estado deberían crear auténticos jefes del servicio público y dotar a esos gestores de una gran libertad de gestión, unida a una estricta evaluación posterior y a la posibilidad de intervenir (poniendo bajo tutela) en caso de no respetarse los objetivos. Pues es esencial presupuestar en función de los objetivos, en lugar de en función del gasto; el Estado está al servicio del público y el proceso de reflexión sobre lo que él pretende realizar es en sí mismo un factor de progreso.

Por último, se trata de reformar las actuaciones del Estado. Me contentaré aquí con poner algunos ejemplos. Hay que desmaterializar y simplificar los mercados públicos (por ejemplo, utilizando formularios únicos) [193]. Su redacción debe profesionalizarse y la evaluación (la comparación de los costes), sistematizarse. En el ámbito de la sanidad, la dualidad seguridad social-mutua le cuesta muy cara a Francia, único país que utiliza un sistema tan complejo. Las mutuas duplican el coste de gestión [194] y no disponen de ningún margen de maniobra a la hora de contratar medicamentos y hospitales, es decir, de definir unos objetivos de gestión precisos y de establecer incentivos para alcanzarlos.

 

Tirole, Jean. La economía del bien común (Spanish Edition) (Posición en Kindle3276-3281). Penguin Random House Grupo Editorial España. Edición de Kindle.