La Economía del Bien Común. Jean Tirole – Taurus 2017 Resumen: Miguel A. Pero

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La Economía del Bien Común. Jean Tirole – Taurus 2017

Resumen: Miguel A. Pero – Diciembre 2017

 EL DESAFÍO INDUSTRIAL.

Extraído del Cap. 13: Política de la Competencia y Política Industrial.

Incluso en una economía de mercado, el Estado y sus manifestaciones están en el núcleo de la vida económica, al menos de seis maneras. A través de los mercados públicos, el Estado es el comprador y, por tanto, organiza la competencia entre proveedores: construcción de edificios públicos, concesiones de transportes (autopistas, transporte ferroviario, urbano), equipamientos para hospitales y otras colectividades, etcétera. En su calidad de legislador y poder ejecutivo, otorga licencias de apertura de supermercados o de taxis, permisos de aterrizaje a las compañías aéreas y frecuencias a los operadores de telecomunicaciones, de radio y de televisión, y, por tanto, influye directamente en los precios que van a pagar los consumidores por sus compras, sus viajes, sus llamadas o sus emisiones preferidas. Como árbitro de los mercados, vela por la competencia, es garante de la innovación y de que los productos sean accesibles al consumidor. Define las reglas de juego mediante el derecho a la competencia, actúa, a través de las autoridades de la competencia, contra los abusos de posición dominante y prohíbe los acuerdos y fusiones que harían aumentar en exceso los precios[436]. Como regulador de las telecomunicaciones, de la electricidad y de los servicios postales y ferroviarios garantiza que unos mercados monopolistas o muy concentrados no se traduzcan en una explotación de los usuarios por el operador histórico. Como supervisor financiero también garantiza que los bancos o compañías de seguros no adquieran demasiados riesgos para aumentar su perfil en detrimento de los ahorradores, de los poseedores de pólizas de seguros o, lo que es más frecuente, del tesoro público en caso de rescate de la institución financiera. Como signatario de tratados internacionales (especialmente los referentes a la organización del comercio mundial), determina la exposición de los diversos sectores a la competencia extranjera.

El Estado puede no desempeñar correctamente esas funciones (como ha demostrado la crisis financiera), bien por negligencia, bien —lo que es más frecuente— porque está sometido a la fuerte influencia de los grupos de presión organizados: en lugar de proteger a los usuarios o a los contribuyentes, mucho más numerosos, pero con frecuencia poco informados y que no se movilizan, prefiere ganarse la simpatía de esos lobbies o, al menos, evitar un enfrentamiento demasiado violento.

  1. ¿QUÉ PAPEL DESEMPEÑA LA POLÍTICA INDUSTRIAL?

El concepto de «política industrial» nos hace pensar con frecuencia en las ayudas públicas (o reducción de impuestos) para favorecer a ciertos sectores, a ciertas tecnologías o incluso a ciertas empresas. Por ello, el concepto de «política industrial» se emplea, en el debate público, de diversas formas: favorecer a las pequeñas empresas o tener como objetivo a sectores especiales. Sin embargo, una buena política industrial debe empezar por responder a esta pregunta: «¿Qué problema tenemos que resolver?». Todo aquel que se interroga sobre la «política industrial» debe, ante todo, reflexionar sobre la naturaleza del «fallo del mercado», pues, en caso contrario, no se entiende por qué el Estado debe intervenir. Pero el simple análisis de un fallo del mercado no basta.

Los problemas con los que hay que contar a la hora de elaborar una política industrial incluyen:

  • La dificultad de financiación de las pequeñas y medianas empresas.

empresas.

  • La insuficiencia de I+D en el sector privado, especialmente en las fases iniciales de la investigación, dado que el que corre con los gastos no recibe una rentabilidad perfecta —las otras empresas se aprovechan en parte de los conocimientos así adquiridos sin gastar dinero—. Una variante del mismo argumento es la transmisión a los competidores de la bajada de precios debida a la experiencia práctica (el conocimiento adquirido por una empresa se transmite a las otras empresas sin que la empresa que lo ha creado sea su propietaria).
  • La falta de coordinación entre actores complementarios para crear un medio geográfico (tipo clúster) o una cadena industrial (tomando un ejemplo de la «vieja economía», una fábrica que utiliza determinado tipo de carbón o de acero y la producción del correspondiente carbón y acero).

Las políticas industriales selectivas.

El tema de la actuación del Estado en la organización de nuestras industrias es recurrente en el mundo político. Algunos Estados son sensibles a las peticiones de unos industriales deseosos de echar mano al dinero público, otros piensan con sinceridad que deben actuar en nombre del interés general para desarrollar o salvar unas industrias que consideran, con o sin razón, creadoras de riqueza y de empleo. El escepticismo de los economistas frente a la política industrial (con algunas notables excepciones, como Dani Rodrik en Harvard y Joe Stiglitz en Columbia) los asombra, por lo que exige una explicación.

¿Un enfoque a ciegas…?

Picking winners. Ese escepticismo procede de la falta de información de los políticos y de sus electores sobre las tecnologías, los sectores y las empresas que aportarán riqueza económica en el futuro. Los responsables de tomar decisiones, independientemente de sus cualidades profesionales y de su integridad, no pueden predecir dónde estarán situadas las innovaciones rompedoras (obviamente, las decisiones serán desastrosas si dichos responsables están relacionados con los lobbies).

El Estado no está especialmente capacitado para detectar los sectores y actividades del futuro; los anglosajones dicen que los Estados no están predispuestos a «elegir a los ganadores» (picking winners). Lo menos malo que pueden hacer es elegir un poco al azar y lo peor, falsear las opciones para favorecer a determinados grupos de presión.

Si pensamos en el futuro, parece claro que va a ser necesaria una innovación tecnológica sustancial si queremos mantener el calentamiento global en un nivel aceptable. También está claro que nadie sabe realmente cuáles son las tecnologías que lo favorecerán. Yo (JT), por mi parte, no veo que, en las condiciones actuales, los Gobiernos vayan a elegir la tecnología ganadora. Y lo mismo en el caso de las nanotecnologías, las biotecnologías y, en un sentido más amplio, las tecnologías del futuro. Finalmente, terminaré con una crítica a la política industrial de otra naturaleza. Sean públicas o privadas, las apuestas tecnológicas son arriesgadas. Es, pues, normal que las decisiones públicas descarrilen en ocasiones. El riesgo cero ni existe ni es deseable (pues, si pretendiéramos tenerlo, no haríamos nada). Sin embargo, es importante reconocer los errores y no seguir ayudando a unos proyectos que han demostrado ser poco prometedores, ya que ese dinero estaría mucho mejor empleado en la financiación de otros proyectos. Pero los gobernantes ceden con frecuencia a la tentación de resolver los problemas a golpe de grandes financiaciones, sea para demostrar que tenían razón a pesar de todo, sea para dar satisfacción a unos grupos de presión que ellos han contribuido a crear gracias al maná de la ayuda pública. Lo que pasa es que resulta muy difícil parar las iniciativas públicas.

…Ahora me contentaré con subrayar que, tanto en Europa como en Estados Unidos, las intervenciones exitosas de los poderes públicos raramente están motivadas por consideraciones de política industrial y que es mucho más frecuente que lo estén o por consideraciones de competencia (impedir el ejercicio de poder de mercado) o por consideraciones de tipo soberano (como la independencia militar).

¿Qué política industrial?

En estas condiciones, ¿qué postura adoptar? Dani Rodrik, invitado a la Escuela de Economía de Toulouse junto con Joe Stiglitz en junio de 2014, señaló sensatamente lo siguiente: nos guste o no nos guste la política industrial, los Gobiernos seguirán haciéndola y no va a desaparecer de la noche a la mañana. Sea cual sea la opinión que se defienda, hay, pues, que elaborar una filosofía para hacer que esas iniciativas sean lo más fructíferas posibles, aunque sepamos que nuestros conocimientos sobre este tema evolucionarán en el futuro. Mi experiencia me lleva a pensar que podría ser útil adoptar siete líneas directrices[453]:

  1. Identificar la causa de la «disfunción» del mercado para poder responder mejor. Hay que saber por qué el Estado interviene, tanto para legitimar dicha intervención como para reflexionar sobre cómo solucionar el fallo del mercado.
  2. Utilizar un peritaje independiente y cualificado para seleccionar los proyectos y los beneficiarios de fondos públicos. El Estado debe elegir a través de unas agencias muy profesionales y protegidas de toda intervención política.
  3. Estar atento a la oferta y no solo a la demanda. Se corre un alto riesgo de que el poder público construya edificios y financie unas investigaciones sin demasiado futuro esperando que todo lo demás llegue por añadidura.
  4. Adoptar una política neutra en lo que se refiere a la competencia, es decir, que no falsee la competencia entre empresas. Es deseable no solo económicamente, sino también porque constituye una barrera contra los políticos que eventualmente quisieran favorecer a tal o a cual empresa o, en un sentido más amplio, a tal o a cual beneficiario de fondos públicos.
  5. Evaluar ex post y divulgar los resultados de esa evaluación, adjuntar una cláusula de extinción (sunset clause) que prevea su cierre en caso de una evaluación negativa. Esto, es muy útil para aprender de los errores pasados y para identificar a los responsables de los «elefantes blancos», es decir, de los proyectos dispendiosos que no responden a las expectativas.
  6. Asociar en alto grado el sector privado a la adquisición de riesgo. Si el sector privado no está dispuesto a adquirir riesgo, es sin duda porque no ve claro el proyecto. El sentido común dicta, entonces, considerar el deseo del sector privado de comprometerse como un indicador del interés de la política contemplada.
  7. Entender la evolución de nuestras economías. La «renovación industrial» es más un eslogan que una estrategia clara. Al menos en lo que a las economías desarrolladas se refiere, la economía del siglo XXI será la del conocimiento y los servicios, y focalizarse en la renovación industrial es correr el riesgo no solo de consumir el dinero público, sino también de empujar al país a unas actividades de escaso valor añadido y, por tanto, hacia un empobrecimiento de la población (por el contrario, tienen sentido las estrategias de creación de nichos de alto valor añadido al estilo alemán, impulsadas por las propias empresas). Lo que no quiere decir que haya que abandonar la industria. El medio más seguro para detectar los buenos proyectos industriales de fuerte valor añadido es proporcionar a las empresas un contexto propicio para su financiación y su desarrollo y hacer que se integren en un medio globalmente innovador.